Comentario
CAPÍTULO XXXVII
Prosigue la batalla de Chicaza hasta el fin de ella
Del cuartel del pueblo, que estaba hacia levante, donde el fuego y el ímpetu de los enemigos fue mayor y más furioso, salieron cuarenta o cincuenta españoles huyendo a todo correr (cosa vergonzosa y que hasta aquel punto, en toda esta jornada de la Florida, no se había visto tal). En pos de ellos salió Nuño Tovar con una espada desnuda en la mano y una cota de malla vestida, toda por abrochar, que la prisa de los enemigos no le había dado lugar a más.
Este caballero a grandes voces iba diciendo a los suyos: "Volved, soldados, volved, ¿dónde vais? Que no hay Córdoba ni Servilla que os acoja. Mirad que en la fortaleza de vuestros ánimos y en la fuerza de vuestros brazos está la seguridad de vuestras vidas, y no en huir." A este punto salieron al encuentro de los que huían treinta soldados del cuartel del pueblo, hacia el sur, donde el fuego aún no había llegado, y era alojamiento del capitán Juan de Guzmán, natural de Talavera de la Reina, y los soldados eran de su compañía. Los cuales, afeando su malhecho a los que huían, los detuvieron y, todos juntos, rodeando el pueblo porque no podían pasar por el fuego que entre ellos y los enemigos había, salieron por la parte de levante al campo a pelear con ellos.
Al mismo tiempo que salieron estos infantes, salió el capitán Andrés de Vasconcelos, que estaba alojado en el propio cuartel, y sacó veinticuatro caballeros fidalgos de su compañía, todos portugueses y gente escogida, que los más de ellos habían sido jinetes en las fronteras de África. Estos caballeros salieron de la parte del poniente y con ellos se fue Nuño Tovar, así a pie, como estaba. Y los unos por la una parte y los otros por la otra, en descubriendo los enemigos, cerraron con ellos y les hicieron retirar al escuadrón de en medio, que era el principal, donde era lo más recio de la batalla, y donde el gobernador y los pocos que con él andaban había hasta entonces peleado con mucho aprieto y riesgo de las vidas por ser pocos y los enemigos muchos.
Mas, cuando vieron el socorro de los suyos, arremetieron con nuevo ánimo a ellos, y el general, con deseo de matar un indio que había andado y andaba muy aventajado en la pelea, cerró con él y, habiéndole alcanzado a herir con la lanza, para acabarle de matar, cargó sobre ella y sobre el estribo derecho y, con el peso y fuerza que hizo, llevó la silla tras sí y cayó con ella en medio de los enemigos. Los españoles, viendo a su capitán general en aquel peligro, aguijaron al socorro, caballeros e infantes, con tanta presteza y pelearon tan varonilmente que lo libraron de que los indios no lo matasen, y, ensillando el caballo, lo subieron en él y volvió a pelear de nuevo.
El gobernador cayó porque sus criados, con el sobresalto del repentino y furioso asalto de los indios y con la turbación de la muerte que les andaba cerca, dieron el caballo sin haber echado la cincha a la silla, y así, los españoles que llegaron al socorro la hallaron puesta sobre la silla, doblada como se suele poner cuando desensillan un caballo. De manera que había peleado el gobernador más de una hora de tiempo (la silla sin cincha), cuando cayó, habiéndole valido la destreza que a la jineta tenía, que era mucha.
Los indios, reconociendo el ímpetu con que los españoles por todas partes acudían, y que salían muchos caballos, aflojaron de la furia con que hasta entonces habían peleado, mas no dejaron de porfiar en la batalla, unas veces arremetiendo con grande ánimo y otras retirándose con mucho concierto, hasta que no pudieron sufrir la fuerza de los españoles y se apellidaron unos a otros para retirarse y dejar la batalla, y volvieron las espaldas huyendo a todo correr.
El gobernador, con los de a caballo, siguió el alcance persiguiendo a los enemigos todo lo que la lumbre del fuego que en el pueblo andaba les alcanzó a alumbrar. Acabada la batalla tan repentina y furiosa como ésta fue, la cual duró más de dos horas, y habiendo el general seguido el alcance, mandó tocar a recoger y volvió a ver el daño que los indios habían hecho, y halló más del que se pensó porque hubo cuarenta españoles muertos y cincuenta caballos. Alonso de Carmona dice que fueron ochenta los caballos entre muertos y heridos, y más de los veinte de éstos murieron quemados o flechados en las mismas pesebreras donde estaban atados, porque sus dueños, viéndolos muy lozanos con la mucha comida que en aquel alojamiento tenían, por tenerlos más seguros les habían hecho grandes cadenas de hierro por cabestros, con que los tenían atados, y, con la prisa que el fuego y los enemigos les dieron, no habían acertado a desatarlas, y así dejaron los caballos entregados al fuego y a los enemigos, para que, atados como estaban, los flechasen.
Demás de la pena que nuestros españoles sintieron por la pérdida de los compañeros y muerte de los caballos, que era la fuerza de su ejército, hubieron lástima de un caso particular que aquella noche sucedió, y fue que entre ellos había una sola mujer española, que había nombre Francisca de Hinestrosa, casada con un buen soldado que se decía Hernando Bautista, la cual estaba en días de parir. Pues como el sobresalto de los enemigos fuese tan repentino, el marido salió a pelear y, acabada la batalla, cuando volvió a ver qué era de su mujer, la halló hecha carbón porque no pudo huir del fuego.
Lo contrario sucedió en un soldadillo llamado Francisco Enríquez, que no valía nada, y, aunque tenía buen nombre, era un cuitado más para truhán que para soldado, con quien se burlaban muchos españoles, el cual estaba enfermo en la enfermería, que muchos días había lo traían a cuestas. Pues como sintiese el fuego y el ímpetu de los enemigos, salió huyendo de la enfermería y, a pocos pasos que dio por la calle, topó un indio que le dio un flechazo por una ingle, que casi le pasó a la otra parte, y le dejó tendido en el suelo por muerto, donde estuvo más de dos horas.
Después de amanecido le curaron, y en breve tiempo sanó de la herida, que se tuvo por mortal, y también de la enfermedad, que había sido muy larga y enfadosa. Por lo cual, burlándose después con él los que solían burlarse, le decían: "Válgate la desventura, duelo, que para ti, que no vales dos blancas, hubo doblada salud y vida, y hubo muerte para tantos caballeros y tan principales soldados como han muerto en estas dos últimas batallas." Enríquez lo sufría todo y les decía otras cosas peores.
Dicho hemos atrás cómo el gobernador llevó ganado prieto para criar en la Florida, y lo traía con mucha guarda para lo sustentar y aumentar, y, por tenerlo en este alojamiento de Chicaza más guardado de noche, le habían hecho un corral de madera dentro en el pueblo, con muchos palos hincados en el suelo y su cobertizo de paja por cima. Pues como el fuego de aquella noche de la batalla fuese tan grande, los alcanzó también a ellos y los quemó todos, que no escaparon sino los lechones que pudieron salir por entre palo y palo del cerco. Estaban tan gordos con la mucha comida que en aquel territorio hallaron que corrió la manteca de ellos más de doscientos pasos. No se sintió esta pérdida menos que las demás, porque nuestros castellanos padecían mucha necesidad de carne y guardaban ésta para el regalo de los enfermos.
Juan Coles y Alonso de Carmona concuerdan en toda la relación de esta batalla y ambos dicen el estrago que el fuego hizo en el ganado prieto. Y encarecen mucho la destreza que el gobernador tenía en la silla jineta y cuentan su caída y el haber peleado más de una hora sin cincha. Y Alonso de Carmona añade que cada indio traía ceñido al cuerpo tres cordeles: uno para llevar atado un castellano, y otro para un caballo, y otro para un puerco, y que se ofendieron mucho los nuestros cuando lo supieron.